A veces me dan ganas de gritar que a los habitantes de Santander nadie nos mira, que los medios nos ignoran, que desconocen nuestras realidades.
Un amigo me dijo que esa era la consecuencia de perder la guerra de los Mil Días. A Santander lo partieron en dos partes y lo excluyeron de las regalías de Panamá. Pero eso pasó hace cien años!
Me dan ganas también de elaborar argumentos parecidos a los de mis paisanos costeños y antioqueños a raíz de los últimos acontecimientos. Me contengo porque sé que en todas partes hay buenas y malas personas. Dejémonos de pendejadas como la santandereanidad, antioqueñidad y otras bobadas.
Hace unos años pensaba que este país comenzaba a aceptar su realidad mulata y mestiza pero creo que estaba equivocado, pensaba con el deseo. Sentimos un gran desprecio con las gentes del Chocó y poco hemos hecho para nivelar a Colombia.
Ese acuerdo al que siempre hago alusión tiene que pasar por entender, de una vez por todas, que si hacemos esfuerzos gigantes para tener un desarrollo nacional más homogéneo los problemas de violencia irán disminuyendo.
La semana pasada estuve tres días en Bogotá, ciudad que me encanta y siento propia porque allá hice mis estudios universitarios y trabajé en mis inicios. ¿Qué habría sido de este país si la capital de Colombia se hubiese localizado en una ciudad de tierra caliente como Honda o Girardot?
No quisiera recordar lo que sentía cuando varias veces tuve que atender a visitantes de esa región que de manera horrible llaman el eje cafetero. Se declaraban sorprendidos por el desarrollo urbanístico y el progreso de Bucaramanga. ¿No les parece que eso es el colmo del provincianismo, la ignorancia y la arrogancia?
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