Para un observador desprevenido podría parecer un poco tardía la decisión de prohibir la pólvora en Bucaramanga. Pero la determinación se tomó y hay que apoyarla con entusiasmo.
Como muchas otras cosas, uno creía que esta ciudad nunca iban a prohibir los fuegos artificiales a los no expertos. Incluso la municipalidad permitía y propiciaba la construcción de unas horribles construcciones transitorias en zonas de uso público para la venta de estos artefactos explosivos.
Tenían mucho poder los polvoreros. A todo nivel. Una vez tuve que soportar la protesta airada del principal empresario del sector porque se pensó que un aviso estaba apoyando una campaña en contra. Y fuimos tan imbéciles de ofrecer excusas y explicaciones.
Finalmente la fuerza de los hechos triunfó y llegó la prohibición. Todavía se escucha algo de esa peligrosa y muy ruidosa pólvora artesanal pero cada vez menos. Habría que dejar los voladores para esos curas de pueblo que quieren invitar a misa porque no tienen campanas en sus iglesias parroquiales.
Algunos sentirán nostalgia de sus navidades pasadas. Por fortuna la nostalgia no quema y no mata.
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